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Sur de Concepción | Armando Rojas analiza los últimos casos de violencia escolar y cómo abordan la situación los candidatos presidenciales

EI reciente ataque sufrido por tres profesoras del Instituto Nacional José Miguel Carrera -agredidas físicamente y rociadas con bencina por encapuchados que irrumpieron en su establecimiento- obliga a una reflexión profunda sobre el estado de la violencia escolar en Chile. Lo que durante años se interpretó como conflictos de convivencia, episodios de indisciplina o desórdenes acotados al mundo juvenil, hoy evidencia una escalada preocupante: hechos de violencia grave, con grados de planificación, y en algunos casos con participación de personas externas a la comunidad educativa.

Este episodio no debiera leerse como un hecho aislado ni como la acción de grupos marginales sin mayor impacto estructural. Las cifras permiten dimensionar el fenómeno con mayor claridad. Entre enero y septiembre de 2025, la Superintendencia de Educación recibió 14.931 denuncias vinculadas al sistema escolar, de las cuales 11.091 —equivalentes al 74,3— corresponden al ámbito de la convivencia escolar. Este volumen de denuncias confirma que no estamos frente a situaciones excepcionales, sino ante un problema masivo y persistente, que se manifiesta en agresiones, maltrato, discriminación y vulneración sistemática de derechos.

La escala del problema impide seguir tratándolo como un asunto menor o circunscrito a estudiantes con dificultades conductuales. La irrupción de encapuchados, el uso de material incendiario —como ocurrió en el Instituto Nacional— y la reiteración de episodios graves revelan falencias profundas en los mecanismos de prevención, alerta y resguardo, y ponen en evidencia la fragilidad de las condiciones que deben garantizar el derecho a la educación.

En este sentido, no estamos solo frente a problemas de conducta adolescente ni ante simples transgresiones normativas. Lo que se observa es un debilitamiento progresivo de las condiciones básicas que sostienen el quehacer educativo: seguridad, confianza, legitimidad de la autoridad institucional y cuidado efectivo de las personas. Cuando estas condiciones se erosionan, la tarea pedagógica se vuelve cada vez más difícil de sostener y la escuela comienza a operar en un permanente estado de contención, muchas veces a costa de su propósito formativo.