Por décadas, las aulas chilenas han respondido a un modelo tradicional de salas rectangulares y cerca de 35 mesas alineadas que miran hacia adelante, donde se asume está el profesor.
“Las salas de clases siguen siendo estructuras rígidas, con filas de pupitres y escasa conexión con el entorno. Con apenas 1,1 m² por alumno —menos de la mitad del promedio OCDE—, muchas aulas no permiten la innovación pedagógica ni el aprendizaje activo que demanda el siglo XXI”, lamenta Mauricio Bravo, vicedecano de la Facultad de Educación de la U. del Desarrollo, en base a lo que la investigación ha ido revelando sobre la importancia de la arquitectura escolar en el aprendizaje.
Por ejemplo, la U. Politécnica de Valencia (España) concluyó que integrar mobiliario que no es fijo, así como incorporar luz natural y vegetación al aula, ayuda a mejorar variables como la atención y la memoria. Otro proyecto de investigación impulsado por docentes en una escuela de Londres (Inglaterra), vio que incorporar “espacios de calma” en la sala de clases permite que los niños reflexionen mucho más sobre sus emociones y aprendan a autorregularse mejor, mientras que datos de la U. de Colorado Boulder (EE.UU.) muestran que en la arquitectura escolar también importa lo que está alrededor de la sala: un patio verde es clave para disminuir los niveles de ansiedad.
“Las últimas investigaciones coinciden en que el entorno físico escolar influye directamente en el aprendizaje y bienestar. Aulas con luz natural, contacto con la naturaleza y espacios flexibles mejoran la atención, reducen el estrés y fortalecen habilidades socioemocionales”, resume Bravo.