M. Josefina Santa Cruz
Decano Facultad de Educación UDD
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El estudio “Los robots realmente nos robarán nuestros trabajos”, elaborado a partir del análisis del mercado laboral de 27 países de la OCDE, señala que la proporción de empleos con alto riesgo potencial de automatización se estima que serán hasta un 34% a mediados de 2030.
Por su parte, el centro de investigación Oxford Martin Programme de la Universidad de Oxford proyecta que el 47% de los empleos en Estados Unidos están en riesgo de caer en la obsolescencia. Y por último, la consultora McKinsey considera que este porcentaje es aún mayor y que llegará al 60%. ¿Seremos reemplazados los profesores por la inteligencia artificial?
El avance de la ciencia y la tecnología ha penetrado la sala de clases y es inútil pretender lo contrario. No vale la pena obstinarse por cerrarle las puertas porque sería una batalla perdida. Por el contrario, los docentes tenemos la responsabilidad de usar todas las herramientas que tenemos a nuestro alcance para facilitar el aprendizaje de nuestros estudiantes y para ello, el uso de la tecnología ciertamente puede ser ventajoso.
Algunos de los procesos se pueden potenciar si son automatizados. Así, por ejemplo, los profesores pueden ayudar a sus estudiantes a adquirir velocidad y precisión en la resolución de operaciones aritméticas o a comprender reglas ortográficas y gramaticales mediante el uso de aplicaciones y videojuegos creados con dichos objetivos. También el uso de tecnología puede servir para transmitir contenidos, como una película que muestre cómo vivían los griegos o una grabación de cómo se desarrolla una mariposa.
Asimismo, aquellos procesos que pueden ser sistematizados en pasos a seguir podrían quizás ser enseñados por un computador.
No resulta difícil imaginar aplicaciones y softwares que ilustren a sus usuarios ciertos conocimientos. Sin embargo, no todo lo que se aprende de un docente puede aprenderse de un computador.
El robot podrá mostrar cómo dibujar un rostro humano pero no sabrá entusiasmar al potencial artista que hay en un estudiante.
Sabrá mostrarle cómo crear agua potable, pero no podrá compartir su testimonio de aquella vez en las vacaciones en que se vio en la necesidad de hacer agua potable.
Tal vez le enseñará a resolver un sistema de ecuaciones, pero no será capaz de comprender la frustración del estudiante que no llega al resultado. Y quizás el estudiante aprenderá a tocar Für Elise perfectamente en piano, pero el robot nunca le podrá transmitir la pasión por la música que siente el alma humana.
Para que un computador enseñe, alguien debe programarlo y ello implica saber de antemano qué es lo que se quiere transmitir y cómo hacerlo. La realidad de los buenos profesores, en cambio, involucra saber adaptarse y ser flexibles frente a cambios inesperados.
Eso implica cambiar y adaptar la planificación constantemente para acomodarse a los estudiantes y su contexto; pensar un nuevo ejemplo si el primero no aclaró el concepto; acortar la clase cuando ocurra algún evento; usar la pizarra en vez del proyector si se corta la electricidad; cambiar la actividad cuando faltan los materiales o alargar una tarea cuando está siendo muy exitosa.
Las ciencias están todavía lejos de la posibilidad de crear un robot que logre imitar la flexibilidad de un profesional y su capacidad de evaluar y discernir qué es lo mejor en cada momento. Más importante aún, nunca podrá sentir como siente una persona.
Podrá simular sentir cariño hacia sus estudiantes y actuar como si sintiera empatía, pero cualquiera sabría que esa no es verdadera compasión. Asimismo, estamos lejos de crear un computador capaz de captar aquello que no se dice, de leer entre líneas y vislumbrar el corazón de los estudiantes.
La labor de los docentes es, ante todo, la de formadores de personas. No cabe duda que los que mejor saben educar son aquellos que han sentido, aprendido y vivido como sus estudiantes: los profesores de carne y hueso.